20 de janeiro de 2012

Democracia (x) Singularidad. De Tocqueville a Lacan. Una consideración sobre el seminario del año 2010

Democracia (x) Singularidad. De Tocqueville a Lacan.

(Una consideración sobre el seminario del año 2010)

Antonio Aguirre Fuentes

No pretendo en absoluto criticar aquí la sociedad en que vivimos, la cual no es ni mejor ni peor que las demás. Una sociedad humana siempre ha sido una locura. Las cosas no andan peor ahora. Seguirán siempre, permanecerán siempre de la misma manera. Jacques Lacan, Mi Enseñanza

Con el peso que la verdad nos impone en cada momento de nuestra existencia, ¡qué felicidad, por supuesto, no tener con ella más que una relación colectiva! Jacques Lacan, Seminario 16

Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. José Ortega y Gasset, La Rebelión de las Masas

El psicoanálisis está tejido con fuertes tendencias, marcadas históricamente como progresistas. Su emergencia está condicionada por la ciencia, a decir de Lacan. Y no lo estaría menos por el monoteísmo judeocristiano, el dinero, el capitalismo y la urbanización. Su trayectoria de "inserción" lo ha llevado a complicarse con todos los dispositivos de biopoder, agrupados en la política de la salud mental. La vía psicoterapéutica conecta al psicoanálisis con lo que Lacan denomina "higiene social". La ciencia ha desembocado en la tecnología global, en las redes informáticas, en el proyecto de un registro universal y en el ideal de una comunicación plena.

Si nos extremamos podemos proclamar el triunfo cultural del psicoanálisis: la revolución sexual es la caricatura de la doctrina freudiana y la victimización generalizada una parodia de la teoría del trauma. No olvidemos lo que Lacan ha dicho de la cultura, presentándola como una piedra alisada, libre de toda arista.

Con cada uno de estos vectores históricos hemos buscado el obstáculo que hacen a la experiencia psicoanalítica. Ahora nos proponemos indagar la relación del psicoanálisis con la democracia en tanto paradigma hegemónico. Para ello vamos a apoyarnos en el estudio titulado "La democracia en América" escrito por Alexis Tocqueville (quien era digno de llamarse historiador, según dice Lacan en Radiofonía) y publicado en dos partes, en 1835 y 1840.

Introductoriamente asentemos que estamos en el territorio del gobernar. Con la referencia de Freud y Lacan modelemos un agujero imposible de rellenar y que concentra un vórtice de esfuerzos en torno a él. Según Lacan religión, arte y ciencia son formas distintas de hacer con ese imposible. La política no puede ser otra cosa que una variante de estos intentos, una combinación de religiosidad y poder armado. El estudio de las masas artificiales hecho por Freud en "Psicología de las masas…" apuntaría en esa dirección.

Tocqueville nos propone la democracia como una fuerza que ha llegado a la condición de irreversibilidad universal. El mundo de la nobleza, de la aristocracia, está definitivamente cerrado. La subjetividad democrática se resume para Tocqueville en la pasión igualitaria. Nace en la comunidad de pobreza y desgracia de unos emigrantes. Guarda afinidades con el mensaje cristiano de los puritanos.

Sin embargo, desde sus inicios el gobierno de la mayoría se encuentra con obstáculos paradójicos. Lo que Tocqueville llama tiranía de las mayorías se traduce en la tiranía de los órganos representativos y concluye en el despotismo presidencial. El igualitarismo se alcanza por un camino mezquino y degradado: todos son iguales a los ojos de un amo, que gobierna sin mediaciones.

Por supuesto la dinámica de la vida socio-económica permanentemente genera desigualdades en la propiedad y disfrute de los bienes. Hay unos cuantos ciudadanos muy ricos, otros ubicados en condición acomodada, mientras la gran mayoría se esfuerza por ascender en la escala social. Lo importante es que, en principio, no hay ninguna barrera para que un sujeto pueda alcanzar la cima de esta escala imaginaria. Esta pirámide ya no es de linaje y títulos de nacimiento, separados radicalmente, sino fundada en la riqueza y la propiedad. Todo se cambia por dinero, y este parece ser una vía abierta a cualquiera.

Por eso hay otra pasión en la democracia. Para Tocqueville se trata de la búsqueda de satisfacción material, la persecución incesante del bienestar. Al confundirse las clases sin privilegios de nacimiento, en el pobre surgen aspiraciones de riqueza y en el rico el temor a perderla. Siendo una pasión de las mayorías se difunde en todos los niveles sociales. Todos son iguales en la medida en que tienen el mismo objetivo en la vida: el disfrute de los bienes materiales. Hay sin embargo, en todo ello, un efecto de moderación, pues los placeres buscados son básicamente las comodidades de la vida. Para ello hace falta un mundo tranquilo, ordenado, de costumbres regulares, es decir, todo lo que contribuye a la productividad económica. Tocqueville dice que en la democracia los hombres se entregan enteramente a la consecución de placeres permitidos. Este "materialismo honesto" ablanda y debilita el alma.

El sujeto en la democracia vive en el desasosiego. No hay límites para sus ambiciones, pero tiene la competencia de todos. Salir del montón, sobresalir de la masa, "atormenta y fatiga". Ninguna realidad alcanza la ilusión igualitaria. La nivelación material y social encuentra un límite duro en "la desigualdad de las inteligencias". Se vive en esta decepción constante, que periódicamente enardece y violenta el espíritu contra todo lo que parezca oponerse a la igualdad.

Tocqueville dice que las instituciones democráticas inyectan en el corazón humano un enorme sentimiento de envidia. Ello no tanto por sus ofertas, como por el hecho de que la gente fracase constantemente en sus metas. Se despierta la pasión de la igualdad, pero luego queda insatisfecha. De allí que el pueblo sea hostil a todo lo que lo supere, "por legítimo que sea". Incluso los "grandes talentos" son poco apreciados por la mayoría democrática.

La democracia, el gobierno de los representantes de la mayoría, conduce al despotismo presidencialista y a la centralización administrativa: desde allí se espera la nivelación para todos. La consecuencia es la introducción progresiva de la uniformidad en todos los asuntos de la vida.

Aun así Tocqueville concibe dos partidos subyacentes en la mentalidad democrática: el uno para incrementar el poder del público, el otro para limitarlo. Es el dilema clásico entre la libertad y el orden. La esposa de Mao Zedong, Chiang Ching, lo proclamó: el poder es la libertad de la élite, la libertad es el poder del pueblo.

A Tocqueville le parece que el sujeto siempre está más inclinado a dejar la responsabilidad en manos de un amo que limpie todos los peligros del camino. Su propia seguridad y la de sus hijos, ante una amenaza, es confiada enteramente a la autoridad. Ya en el siglo XVII decía Spinoza que, cuando un sujeto transfiere al poder su "derecho natural" a defenderse y ser libre, pierde su dignidad.

Se ha podido considerar a Tocqueville un liberal de nuevo tipo. Un punto medio, que representa una verdad entre dos extremos. Ni liberal ni conservador estrictamente hablando, amigo y enemigo de las revoluciones, un aristócrata democrático (véase el estudio de Enrique Aguilar sobre Alexis de Tocqueville).

En la visión tocquevillana hay realidades que contrapesan la centralización democrática y el despotismo de la mayoría. La participación directa de los ciudadanos en los asuntos locales o municipales produce una desconcentración del poder. También van en la misma dirección las diferentes asociaciones formadas libremente, por ejemplo, para cuestiones profesionales y sindicales.

Un significado especial tiene la libertad de prensa. Sin ella es inconcebible la democracia. Tocqueville cree que la flexibilidad del lenguaje eludirá la persecución judicial y que no hay término medio entre la servidumbre y la licencia. Si queremos democracia la libertad de prensa ha de poder llegar hasta la mentira y el insulto. El lema freudiano según el cual la civilización es cambiar la piedra por el insulto es lógicamente democrático. El único principio exigible es la proliferación de medios y la diferencia de opiniones, la contradicción, como base para la decisión del ciudadano. Otra vez acude aquí el principio que Spinoza proponía en el Tratado Teológico-político: cada cual tiene el derecho de pensar lo que quiere y decir lo que piensa, sin temer ser castigado por ello. Hagamos énfasis en ese "cada cual".

La función moderadora que la antigua aristocracia tenía sobre la soberanía real se recupera en nuevas figuras. Jueces y abogados, gentes de letras, personajes de relevancia intelectual, hacen minorías críticas que atemperan el despotismo de la mayoría. Aquí recordamos al contemporáneo Edward Said, quien nos trae la representación del auténtico intelectual, caracterizado por ser ajeno a todo tipo de presiones. Es esencial, para Said, que el intelectual no se profesionalice, que se mantenga como un amateur o aficionado y que rehúse convertirse en un intelectual orgánico. Su única motivación debe ser su ética personal. Se mantiene a distancia de las trampas de la especialización, del culto a la experticia, de la atracción del poder y la autoridad, de las ofertas corporativas. Said recoge la máxima luciferina del Dedalus de Joyce: no ser un siervo. ¿No implica esto que el verdadero intelectual es necesariamente un aristócrata?

Pasemos brevemente al estudio actual hecho, sobre la democracia, por Jacques Rancière (ver su libro El odio a la democracia). Este autor apela a la noción griega clásica de democracia, definiéndola como la acción política de cualquiera. En estricto no hay gobiernos democráticos, porque todos son efectos conspirativos y demagógicos de oligarquías, de grupos de expertos ambiciosos y astutos, de profesionales del poder.

La democracia "rancieriana" se encarna en la asamblea de hombres iguales, en la reunión turbulenta y azarosa de opiniones y propuestas contradictorias. Quedan suspendidos los privilegios de la filiación, propios del espíritu premoderno. Y también los otorgados por los títulos de experticia tecnocrática universitaria, relevantes en la época posmoderna.

El desacuerdo es el espíritu de la política democrática y se opone al crecimiento ilimitado tanto de la riqueza como del poder. La acción democrática surge en los vacíos del entramado policíaco-estatal, o mejor, crea espacios suplementarios, más allá de dicho control. Jacques Rancière nos dice que la democracia no es gobierno ni es mercado, sino una mesa precaria y breve, donde los sujetos presentan las cartas de un juego cuyas reglas se acuerdan en el instante. La democracia es el momento fugaz en que el sujeto político se constituye en el gran desacuerdo, sobre el que pone su orden la pirámide estatal. La democracia es discontinua, pulsátil, productora de singularidades, de encuentros irrepetibles. Rancière apuesta a que la democracia limite el poder, ilimitado, de las corporaciones y el Estado.

Cerremos el comentario sobre la democracia mencionando el curso de J-A Miller sobre el hombre sin atributos. El proceso político en los siglos XIX y XX se sincroniza con el imperio de la cifra, de lo contable, de la estadística. La norma la dicta el perfil del hombre medio, hecho por la contabilidad de los unos indistintos, pero clasificados en listas. Miller dice que el siglo XXI será el de la proliferación de las listas.

Es evidente la proximidad que existe entre la media que hace una norma y la decisión por mayoría de la democracia. La dictadura de lo cuantitativo, el mandato de la media, equivale al despotismo de la mayoría. El hombre medio de Quetelet, el hombre sin atributos de Musil, es el ciudadano-tipo. La norma, democrática, anula el valor intrínseco de la ley que limita a todos (léase a J-C Milner en Las Inclinaciones Criminales de la Europa Democrática). En ese sentido el despotismo democrático es arbitrario: lo que quiere la mayoría, la media estadística, es lo correcto y justo. Si Foucault advertía la ausencia de exterioridad a la norma del biopoder, esto es igual de cierto en la sociedad democrática: la minoría se somete a la mayoría.

Hagamos un sumario de cuestiones que la democracia plantea a la "inserción" psicoanalítica:

1. 1. En el psicoanálisis la utopía igualitaria es un ideal irrealizable. Incluso es un imperativo superyoico nivelador y mortífero (considérese las otras "pasiones por lo real", según Badiou: el nazismo y el comunismo militante), porque la vida misma es una anomalía. Si la democracia es una pasión de un "para todos", en términos de una lógica universal (como lo expone J.C.Milner), desde Freud sabemos que cada sujeto conlleva una disposición pulsional característica. La enseñanza de Lacan define el psicoanálisis como la búsqueda de la diferencia absoluta, una singularidad hecha con el anudamiento de goce, malentendido y escena. Hay un esfuerzo de reducción a un sinthoma indescifrable, articulado en lalengua, pero indecible por ella. El psicoanálisis siempre apunta al no-todo de la legislación universal democrática. Tal es su destino que no se ha vacilado en llamarlo "antisocial". Su efecto final comprende, en algunos sujetos, la ex -sistencia casi clandestina de modos de goce impublicables.

2. 2. Que el psicoanálisis no sea, sociológica y políticamente, un asunto de mayorías, no tiene que convertirlo en el rasgo identificatorio de una minoría política. Aunque no cabe duda –otra vez sociológicamente- de que el llamado "país del psicoanálisis" es una patria pequeña. Analistas, analizantes, miembros de Escuela e interlocutores válidos hacen una minoría. Los analistas, cuando concurren al foro social, se sientan junto a los intelectuales y aportan a la llamada opinión ilustrada (recordemos la comentada carta de J.A.Miller a dicha opinión). Allí reviven algo de la aristocracia, históricamente extinta, recuperando una ética del bien-decir. Dicen al príncipe "lo que hay" –dignidad que Lacan atribuía al papel del antiguo médico-, teniendo al público como testigo. Son aristócratas democráticos, híbridos tocquevillano.

3. 3. El psicoanálisis se inscribe en una lógica universal, determinante para la posibilidad de una demanda: la libertad de palabra para todos. Y requiere un derecho particular, para que los analistas se puedan asociar en una Escuela. Hay una primera versión de la democracia lacaniana, recogida en el Acta de 1964. El balance de su fracaso se presenta en los escritos de Lacan sobre la Disolución, unos quince años después. Los términos del relanzamiento de la Causa Freudiana son: el cartel, el pase, comisiones hechas por sorteo, una publicación para todos, un foro general, una asamblea y un consejo estatutario. Pero lo esencial de la última propuestas es la política del conjunto, entendida como un remolino periódico, que desapega a todos los que se han reunido para una tarea, dejándolos aptos para agruparse de un modo diferente para otro trabajo. Lacan quería un remedio contra las jerarquías y las castas, pero también sabía que hay una "tendencia irresistible" hacia ellas.

4. 4. Podemos conjeturar sobre los parámetros de la democracia acudiendo a la reflexión de Rancière. Una sociedad será más democrática mientras más vacíos de poder ofrezca y produzca una mayor cantidad de espacios suplementarios. En este campo de oportunidades las decisiones de un sujeto son determinantes para producir algo semejante a lo que John Lukacs llama un "giro histórico" (ver Cinco días en Londres, mayo de 1940). No se trata de un progreso, donde se definen unos hitos que nominan el avance hacia un destino final. El sujeto con su acto marca un giro, una ruptura, un acontecer. ¿Cómo fue posible que el discurso psicoanalítico, prescripto en la estructura del lenguaje –como lo ha recordado J.A.Miller-, emergiera en un momento dado? No es sólo el efecto necesario de condiciones colectivas -como monoteísmo, ciencia, democracia, mercado- hace falta una elección, la del analista, para producir ese giro ante la inmemorial queja histérica. Sin el psicoanálisis la protesta histérica revolucionaria, sólo sirve para encumbrar a un amo más experto, una burocracia fortalecida por el saber universitario. Hay una salida del dispositivo que encierra al rebelde como una anomalía a terapeutizar y controlar: dicha salida es el acto psicoanalítico.

Hoy ya tenemos la experiencia de un recorrido. La práctica analítica ha venido atravesando el mundo de los mercados, contradictorios, competitivos, inequitativos. Ha sobrevivido en las turbulencias de las democracias liberales (que vienen siempre escandidas con los momentos del estado de excepción). También somos testigos de lo que ocurre con dicha práctica y sus agentes en aquellos lugares donde impera El Plan sin fisuras, saturador de todo espacio, representante del Bien Soberano. La canallada colectiva no deja posibilidad de elección al sujeto: lo evalúa, según los fines de una burocracia, y lo destina.

Acaso podríamos proponer que gobernar -igual que educar y curar- se condujera del modo adecuado a una tarea imposible. Los principios de Lacan para la clínica, que es lo real del psicoanálisis, son la rigurosidad en el proceso, la prudencia en el método y la apertura en las conclusiones. Eso equivale a la "inserción" de una lógica del no-todo en los métodos y fines de esas tareas. Tenemos pocas pruebas de que hoy haya sujetos capaces de ese giro. Pero un analista tiene que dar testimonio caso a caso y día a día, de que puede irrumpir a través de las tendencias irresistibles.

Guayaquil, Enero del 2012

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